Algunas líneas antes del artículo
No he visitado aún la obra culminada del nuevo aeropuerto Jorge Chávez, pero la intensidad de las opiniones en redes sociales me impulsó a profundizar en el tema. Revisé cuanto material encontré publicado y, como ejercicio, pedí a una inteligencia artificial que organizara esa información y ofreciera un análisis. El resultado es este artículo: una lectura crítica, sin pretensión de verdad absoluta, pero con el ánimo de provocar reflexión.
Aeropuertos como espejos
Las grandes obras públicas siempre revelan más de lo que aparentan. Son espejos del momento histórico, moral y político de una nación. El nuevo Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, inaugurado entre discursos de progreso y cifras millonarias, es un buen ejemplo de ello. No solo por lo que muestra, sino por lo que omite.
El discurso oficial lo celebra como un hito de modernización: más de 2,400 millones de dólares invertidos, una proyección de 38 millones de pasajeros para 2030, conectividad global, tecnología de punta. Todo enmarcado en un diseño que, se dice, toma inspiración de la cultura Nazca.
Pero ese relato convive con otro, menos optimista: el de quienes ven en esta obra una oportunidad perdida. Un proyecto que no emociona ni representa, que carece de carácter, que se ejecuta con una indiferencia alarmante por el valor simbólico de lo público. En esa otra lectura, el aeropuerto no es una muestra de progreso, sino la consolidación de una mediocridad sistémica.
Más que un edificio: un síntoma
La comparación con el aeropuerto de 1965 es inevitable. Aquella obra, construida con dignidad y sentido de época, integraba arquitectura, ciudad y ciudadanía. Tenía presencia, jerarquía y visión. El nuevo edificio, en cambio, se percibe como uno más. Funcional, quizás. Suficiente, tal vez. Pero sin alma.
Y no es solo una cuestión estética. Es un problema de fondo. Porque detrás de cada decisión técnica hay una lógica política, una ética de gestión. Y cuando el resultado es mediocre desde el arranque, lo que se revela es una cultura institucional acostumbrada a la precariedad. Donde ya no se busca hacer bien las cosas, sino simplemente hacerlas. Inaugurar, cortar la cinta, pasar la página.
Un país atrapado en el reparto
Hay quienes manejan las decisiones. Otros, las rondan, esperando su turno. Y una mayoría observa desde lejos, resignada a que algún día “gotee algo”, como suele decirse. Así, el deterioro se normaliza. La falta de rigor se disfraza de eficiencia. Y la crítica se convierte en molestia.
“No critiques, mejor suma”, se repite en muchos espacios. Pero sumar sin cuestionar no es construir: es dejar que todo siga igual. Es legitimar lo insostenible.
¿Qué estamos celebrando, en realidad?
¿Celebramos que funcione, aunque no inspire? ¿Que sea nuevo, aunque no represente nada? ¿Que mueva millones, aunque esté desconectado del país real?
Preguntas como estas no buscan destruir. Buscan recordar que el desarrollo verdadero no se mide solo en metros cuadrados o pasajeros por año. También se mide en visión, en memoria, en respeto por lo colectivo.
Reflexión final
El Perú necesita infraestructura, sí. Pero más aún, necesita recuperar el sentido de lo público como un acto de responsabilidad y de futuro. Necesita obras que resistan el tiempo, no solo por su materialidad, sino por su significado.
Porque mientras sigamos construyendo sin visión, seguiremos edificando símbolos del fracaso. Y lo que este país necesita con urgencia —más que aeropuertos, puentes o edificios— son símbolos de dignidad.