No son genios lo que necesitamos
ahora.
(por José Antonio Coderch)
Al escribir esto no es mi intención ni mi deseo sumarme a
los que gustan de hablar y teorizar sobre Arquitectura. Pero después de veinte
años de oficio, circunstancias imprevisibles me han obligado a concretar mis
puntos de vista y a escribir modestamente lo que sigue:
Un viejo y famoso arquitecto americano, si no recuerdo
mal, le decía a otro mucho más joven que le pedía consejo: "Abre bien los
ojos, mira, es mucho más sencillo de lo que imaginas." También le decía:
"Detrás de cada edificio que ves hay un hombre que no ves." Un
hombre; no decía siquiera un arquitecto.
No, no creo que sean genios lo que necesitamos ahora.
Creo que los genios son acontecimientos, no metas o fines. Tampoco creo que
necesitemos pontífices de la Arquitectura, ni grandes doctrinarios, ni
profetas, siempre dudosos. Algo de tradición viva está todavía a nuestro
alcance, y muchas viejas doctrinas morales en relación con nosotros mismos y
con nuestro oficio o profesión de arquitectos (y empleo estos términos en su
mejor sentido tradicional). Necesitamos aprovechar lo poco que de tradición
constructiva y, sobre todo, moral ha quedado en esta época en que las más
hermosas palabras han perdido prácticamente su real y verdadera significación.
Necesitamos que miles y miles de arquitectos que andan
por el mundo piensen menos en Arquitectura (en mayúscula), en dinero o en las
ciudades del año 2000, y más en su oficio de arquitecto. Que trabajen con una
cuerda atada al pie, para que no puedan ir demasiado lejos de la tierra en la
que tienen raíces, y de los hombres que mejor conocen, siempre apoyándose en
una base firme de dedicación, de buena voluntad y de honradez (honor).
Tengo el convencimiento de que cualquier arquitecto de
nuestros días, medianamente dotado, preparado o formado, si puede entender esto
también puede fácilmente realizar una obra verdaderamente viva. Esto es para mí
lo más importante, mucho más que cualquier otra consideración o finalidad, sólo
en apariencia de orden superior.
Creo que nacerá una auténtica y nueva tradición viva de
obras que pueden ser diversas en muchos aspectos, pero que habrán sido llevadas
a cabo con un profundo conocimiento de lo fundamental y con una gran
conciencia, sin preocuparse del resultado final que, afortunadamente, en cada
caso se nos escapa y no es un fin en sí, sino una consecuencia.
Creo que para conseguir estas cosas hay que desprenderse
antes de muchas falsas ideas claras, de muchas palabras e ideas huecas y
trabajar de uno en uno, con la buena voluntad que se traduce en acción propia y
enseñanza, más que en doctrinarismo. Creo que la mejor enseñanza es el ejemplo;
trabajar vigilando continuamente para no confundir la flaqueza humana, el
derecho a equivocarse -capa que cubre tantas cosas-, con la voluntaria
ligereza, la inmoralidad o el frío cálculo del trepador.
Imagino a la sociedad como una especie de pirámide, en
cuya cúspide estuvieran los mejores y menos numerosos, y en la amplia base las
masas. Hay una zona intermedia en la que existen gentes de toda condición que
tienen conciencia de algunos valores de orden superior y están decididos a
obrar en consecuencia. Estas gentes son aristócratas y de ellos depende todo.
Ellos enriquecen la sociedad hacia la cúspide con obras y palabras, y hacia la
base con el ejemplo, ya que las masas sólo se enriquecen por respeto o
mimetismo. Esta aristocracia, hoy, prácticamente no existe, ahogada en su mayor
parte por el materialismo y la filosofía del éxito. Solían decirme mis padres
que un caballero, un aristócrata es la persona que no hace ciertas cosas, aun
cuando la Ley, la Iglesia y la mayoría las aprueben o las permitan. Cada uno de
nosotros, si tenemos conciencia de ello, debemos individualmente constituir una
nueva aristocracia.
Este es un problema urgente, tan apremiante que debe ser
acometido en seguida. Debemos empezar pronto y después ir avanzando despacio
sin desánimo. Lo principal es empezar a trabajar y entonces, sólo entonces,
podremos hablar de ello.
Al dinero, al éxito, al exceso de propiedad o de
ganancias, a la ligereza, la prisa, la falta de vida espiritual o de conciencia
hay que enfrentar la dedicación, el oficio, la buena voluntad, el tiempo, el
pan de cada día y, sobre todo, el amor, que es aceptación y entrega, no
posesión y dominio. A esto hay que aferrarse.
Se considera que cultura o formación arquitectónica es
ver, enseñar o conocer más o menos profundamente las realizaciones, los signos
exteriores de riqueza espiritual de los grandes maestros. Se aplican a nuestro
oficio los mismos procedimientos de clasificación que se emplean (signos
exteriores de riqueza económica) en nuestra sociedad capitalista. Luego nos
lamentamos de que ya no hay grandes arquitectos menores de sesenta años, de que
la mayoría de los arquitectos son malos, de que las nuevas urbanizaciones
resultan antihumanas casi sin excepción en todo el mundo, de que se destrozan
nuestras viejas ciudades y se construyen casas y pueblos como decorados de cine
a lo largo de nuestras hermosas costas mediterráneas.
Es por lo menos curioso que se hable y se publique tanto
acerca de los signos exteriores de los grandes maestros (signos muy valiosos en
verdad), y no se hable apenas de su valor moral. ¿No es extraño que se hable o
escriba de sus flaquezas como cosas curiosas o equívocas y se oculte como tema
prohibido o anecdótico su posición ante la vida y ante su trabajo? No es
curioso también que tengamos aquí, muy cerca, a Gaudí (yo mismo conozco a
personas que han trabajado con él) y se hable tanto de su obra y tan poco de su
posición moral y de su dedicación? Es más curioso todavía el contraste entre lo
mucho que se valora la obra de Gaudí, que no está a nuestro alcance, y el
silencio o ignorancia de la moral o la posición ante el problema de Gaudí, que
esto sí está al alcance de todos nosotros. Con grandes maestros de nuestra
época pasa prácticamente lo mismo. Se admiran sus obras, o, mejor dicho, las
formas de sus obras y nada más, sin profundizar para buscar en ellas lo que
tienen dentro, lo más valioso, que es precisamente lo que está a nuestro
alcance. Claro está que esto supone aceptar nuestro propio techo o límite, y
esto no se hace así porque casi todos los arquitectos quieren ganar mucho
dinero o ser Le Corbusier; y esto el mismo año en que acaban sus estudios. Hay
aquí un arquitecto, recién salido de la Escuela, que ha publicado ya una
especie de manifiesto impreso en papel valioso después de haber diseñado una
silla, si podemos llamarla así.
La verdadera cultura espiritual de nuestra profesión
siempre ha sido patrimonio de unos pocos. La postura que permite el acceso a
esta cultura es patrimonio de casi todos, y esto no lo aceptamos, como no
aceptamos tampoco el comportamiento cultural, que debería ser obligatorio y
estar en la conciencia de todos.
Antiguamente el arquitecto tenía firmes puntos de apoyo.
Existían muchas cosas que no eran aceptadas por la mayoría como buenas o, en
todo caso, como inevitables, y la organización de la sociedad, tanto en sus
problemas sociales como económicos, religiosos, políticos, etc., evolucionaba
lentamente. Existía, por otra parte, más dedicación, menos orgullo y una
tradición viva en la que apoyarse. Con todos sus defectos, las clases elevadas
tenían un concepto más claro de su misión, y rara vez se equivocaban en la
elección de los arquitectos de valía; así, la cultura espiritual se propagaba
naturalmente. Las pequeñas ciudades crecían como plantas, en formas diferentes,
pero con lentitud y colmándose de vida colectiva. Rara vez existía ligereza,
improvisación o irresponsabilidad. Se realizaban obras de todas clases que
tenían un valor humano que se da hoy muy excepcionalmente. A veces, pero no con
frecuencia, se planteaban problemas de crecimiento, pero afortunadamente sin
esa sensación, que hoy no podemos evitar, de que la evolución de la sociedad es
muy difícil de prever como no sea a muy corto plazo.
Hoy día las clases dirigentes han perdido el sentido de
su misión, y tanto la aristocracia de la sangre como la del dinero, pasando
sobre todo por la de la inteligencia, la de la política y la de la Iglesia o
iglesias, salvo rarísimas y personales excepciones contribuyen decisivamente,
por su inutilidad, espíritu de lucro, ambición de poder y falta de conciencia
de sus responsabilidades al desconcierto arquitectónico actual.
Por otra parte, las condiciones sobre las cuales tenemos
que basar nuestro trabajo varían continuamente. Existen problemas religiosos,
morales, sociales, económicos, de enseñanza, de familia, de fuentes de energía,
etcétera, que pueden modificar de forma imprevisible la faz y la estructura de
nuestra sociedad (son posibles cambios brutales cuyo sentido se nos escapa) y
que impiden hacer previsiones honradas a largo plazo.
Como he dicho ya en líneas anteriores, no tenemos la
clara tradición viva que es imprescindible para la mayoría de nosotros. Las
experiencias llevadas a cabo hasta ahora y que indudablemente en ciertos casos
han representado una gran aportación, no son suficientes para que de ellas se
desprenda el camino imprescindible que haya de seguir la gran mayoría de los
arquitectos que ejerce su oficio en todo el mundo. A falta de esta clara
tradición viva, y en el mejor de los casos, se busca la solución en
formalismos, en la aplicación rigurosa del método o la rutina y en los tópicos
de gloriosos y viejos maestros de la arquitectura actual, prescindiendo de su
espíritu, de su circunstancia y, sobre todo, ocultando cuidadosamente con
grandes y magníficas palabras nuestra gran irresponsabilidad (que a menudo sólo
es falta de pensar), nuestra ambición y nuestra ligereza.
Es ingenuo creer, como se cree, que el ideal y la
práctica de nuestra profesión pueden condensarse en slogans como el del sol, la
luz, el aire, el verde, lo social y tantos otros. Una base formalista y
dogmática, sobre todo si es parcial, es mala en sí, salvo en muy raras y
catastróficas ocasiones.
De todo esto se deduce, a mi juicio, que en los caminos
diversos que sigue cada arquitecto consciente tiene que haber algo común, algo
que debe estar en todos nosotros. Y aquí vuelvo al principio de esto que he
escrito, sin ánimo de dar lecciones a nadie, con una profunda y sincera
convicción.
José Antonio Coderch, 1960.
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